Decididamente, quitó el resto de las chapas y entró a la habitación. Allí estaban los dos, junto a los cachivaches impregnados de nostalgia -que se guardaban para nunca volver a usarlos- y los recuerdos de un pasado mejor. Pero, aquella noche, esos momentos de encanto y esplendor habían sido olvidados por los dos hermanos. Entonces, se miraron profundamente, impasibles, odiándose apasionadamente, con furia.
Los lazos de sangre y la infancia juntos ya no importaban. La institución de la familia era tan sólo una apariencia a mantener para con los demás gansters, algo así como un escudo protector superficial y de raíces poco profundas. Su estirpe y ellos habían sido corrompidos por la corrupción y los negocios sucios. En ese momento, lo único que les interesaba era que su padre estaba muerto y que sólo uno de ellos podía ser el sucesor. Esa era la regla básica: "La mafia sólo admite a un padrino".
Indudablemente, cuando eran niños se habían retado en alguna travesura; sin embargo, esa noche, ya adultos, jugaban a matar o morir y se desafiaban cara a cara, cegados por la codicia y la mezquindad. En ese lúgubre desván de nostalgia, uno de ellos murió, pero los dos perdieron.